sábado, 12 de abril de 2008

Las aceitunas


Una tarde gris y lluviosa, de esas en que el mundo parece que se muere poco a poco. Un país gris, una época gris, tanto que hasta la policía era gris.
Una taberna de barrio, olor a vino, humo de Ducados y pepinillos, y en la barra una mujer, gris, camuflada, casi transparente, agarrando con sus manos callosas de uñas rotas un café, como si abrazándole le arrebatase todo el calor que a ella le faltaba.
Y a su lado un niño, no más de cuatro años, más pequeños aún si cabe frente al muro infranqueable de la barra del bar. Una cara redonda toda ojos, churretes y un atisbo de nariz con mocos.
"Mamá, aseitunas"
La mujer mira el café con los ojos que algún día fueron como los del niño, sólo que ahora los torturan las arrugas y el velo del desengaño, el trabajo sin recompensa, la desesperanza.
"Mamá, aseitunas"
El niño se estira y agarra la bolsa de la compra de la que asoman unos papeles de estraza y eleva sus ojos en una única plegaria hacia el techo amarillento de la taberna.
"Mamá aseitunas"
La mujer mira al infinito sin ver, entre la botella de Fundador y la de anís Castellana. El niño dejando caer los brazos, musita, sin exigencia, como el que bisbisea una jaculatoria.
"Mamá aseitunas ......."
Entonces la mujer, despacio, saca del bolsillo del tabardo un monedero desportillado y rebuscando en él, deja alguna moneda en la barra. El niño expectante casi ni respira.
Con reverencia, casi como si fuese una patena, desciende el plato con cinco aceitunas hasta la altura del niño
"¡Mamá aseitunas!
Y por instante fugaz los ojos de la madre fueron los de su hijo y juntos volaron por espacios abiertos, infinitos, en busca del sol.
¿Quién dijo que la ternura no duele?

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