
Del mío, no del de Jorge Manrique. Y en catalán, porque era ampurdanés.
Allá por la mitad del siglo pasado, aterrizó en el centro de la Capertovetonia desde ese rincón verde el Nordeste. Llamado como muchos otros por las sempiternas oposiciones, finalmente las abandonó por las urgencias de la vida y el amor, dedicándose a lo que como catalán, mejor sabía hacer, comerciar.
Alto, fuerte, como son todos los padres para todos los niños, dejó la impronta de sus manos fuertes de dedos largos (por qué me fijaré yo tanto en las manos de la gente) con muchas caricias y algún azote.
Yo que me precio de tener buena memoria (recuerdo desde los tres años), atesoro los momentos de tres años junto a mi padre. Los balbuceos de un niño en el salón familiar, delante de un magnetofón de bobina, gran invento del siglo XX y los partidos de fútbol en el solar del Cuartel de la Montaña. Los inesperados soldaditos de juguete a la salida del colegio y el temblor agarrado a su mano en el puente de San Juan de Cuenca, sobre un maderamen gimiente. La casa del Greco en Toledo, hablando con un señor en inglés, que entre el catalán y ésto, ¡hay que ver que raro habla mi padre!. Intrépido explorador a su regreso de la ignota África, con sus fotos de leones y “masais”. Y la poza del río Moros, surcada sobre sus anchos hombros como si fuese un barco navegando en el océano.
Y también lo recuerdo del Barça, en una tarde televisiva de sillón, y ya señalado por el dedo inmisericorde de la parca. Lo que nunca he logrado situar es el momento en que dejó de “estar”, fútil protección de la mente infantil, porque íntimamente, yo sé que ese momento está ahí. Lo que si he sabido siempre, es que no es lo mismo “estar que ser”, y que es posible “ser y no estar”. Y que tú siempre “eres”.
Martín. Papá
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