No puedo situar con exactitud mi primer encuentro con la montaña. Probablemente sería en los grandes pinares de la cara norte del Guadarrama, dónde después de largos paseos recogiendo piñas (y vaciándolas de piñones), me esperaba un plato de judías pintas que devoraba con fruición.. Durante la niñez fui visitante asiduo de esas masas forestales y miraba las cumbres desde abajo; Peña Citores, Cabeza Líjar, Abantos, La Peñota, Montón de Trigo, Peñalara, Maliciosa (¡vaya toponimia la de la Sierra de Guadarrama!). En Las Dehesas, La Barranca o San Rafael, soñaba con la conquista de todas esas “lejanas” cumbres.
Más tarde, ya en excursiones con el colegio empezamos a tratar a las montañas “de tú a tú”, primero con los canchales del pico de la Miel y posteriormente el Montón de Trigo desde la Fuenfría, dónde “ tocábamos nieve”. ¡Menudo equipo llevábamos!. Las botas chirucas que se mojaban en cuanto veían la nieve. Por guetres, bolsas de plástico en las que metíamos las pantorrillas, y algún afortunado usaba unas gafas de soldador, con gran envidia por parte de los demás que “corríamos el peligro de la ceguera de las nieves”.
Poco a poco, paso a paso, llegaron más montañas, más no menos altas, más o menos difíciles, pero todas únicas. Vinieron Gredos, Picos de Europa, el Pirineo, Sierra Nevada, Alpes y por fin los Andes.
Nunca he sido un alpinista intrépido si no más bien cagón (por lo prudente) y gracias ( o a pesar) de ello, no he tenido grandes aventuras ni sobresaltos. Hoy en día mis incursiones montañeras, son con mis hijos y tienen una dimensión bien distinta, por lo lúdico y por lo afectivo. Por un lado se sustituye el descubrimiento personal por el “hacer descubrir a los demás” y por otro lado, ¡qué mejores compañeros de cordada que mis hijos!.
Siempre quise vivir de y en la montaña, pero son esas cosas que me parece que no voy a poder cumplir. Si antaño hubiesen existido las posibilidades de formación y laborales de hoy en día otro gallo cantaría. No obstante cada vez que estamos más de una semana en terreno quebrado, me entran las ganas de vender todo e irnos a algún pueblecito del Pririneo, pero la consciencia (o cobardía) de la madurez y la prole lo impiden.
Lo que si que quiero cumplir es una imagen que tengo guardada. Verano en los Alpes, la tarde descendiendo la Mer de Glace. Grupos de gente coinciden en los metros finales de la huella, antes de salir por la morrena a la Vire des Guides. junto a nosostros pasa un hombre de otra época. Bávaros de gabardina, medias de lana sin desengrasar, Camisa de franela a cuadros y botas de cuero. A la espalada mochila de lona, con el piolet de madera atravesado “a la antigua”. Un cuerpo enjuto rematado por una boina de chasseur alpin y una carra tostada y arrugada de la que sobresale una pipa y los más de setenta años de este señor. De la mano lleva a su nieta, una chiquilla blanca y rubia.
De mayor quiero ser como él.