lunes, 26 de mayo de 2008

¿Usted no es de aquí?

Allá por el año 72 del siglo pasado, cuando yo contaba 11 años y medio, empecé a ir al colegio en transporte público. Esto que dicho así no parece nada significativo, tomará su verdadero valor si explico que atravesaba Madrid de Oeste a Este para ir de casa al colegio. Así que allí me veis, por la mañana, aún de noche, mientras mis compañeros todavía dormían, yo andaba a veces en bus, otras en metro, compartiendo frío y legañas con los trabajadores madrileños de la época. Mi abuelo, gastándome coñas, solía decir que a esas horas sólo andaban por la calle las putas, los borrachos, los jugadores y otras gentes de mal vivir.

Recuerdo sobre todo los obreros en el metro. Albañiles, mecánicos y torneros de la Perkins y la FEMSA, que se distinguían por las manchas de las manos, todas igual de rudas y enrojecidas. Si con restos de yeso albañiles, si de grasa obreros de los talleres de automoción y maquinaria de los polígonos del este de Madrid. Manos bastas y duras( mi manía de las manos), que estiraban la americana de botones tirantes sobre el jersey de lana de punto grueso, cuyo cuello vuelto delimitaba la barba mal afeitada. Botas “chirucas” o de “segarra” entre las cuales sujetaban la bolsa de deportes “adalidas” o “Munich 72” que contenía el almuerzo de la jornada.

Llegabas a la estación de Ciudad Lineal y después de atravesar los pasillos con pintadas de “Camacho libertad”, salías a la desvaída luz del amanecer invernal encontrándote de frente con el jeep gris de la Policía Armada.

Treinta tres años después, aquel niño, que soy yo, vivía lejos del centro del país. Tenía tres hijos y llegaba la tarde del 5 de Enero de 2005 en un moderno tren AVE a la estación de Atocha. Bajé de un salto del tren y salí corriendo hacia los andenes contiguos de los trenes de cercanías. Iba a Coslada, donde, junto a mi mujer, hijos, familia política y sobrinos íbamos a ver la Cabalgata, como ya llevábamos haciendo algunos años. Entré en tromba en el andén, justo a tiempo de subir al tren.

Ya en la plataforma, empecé a recuperar el resuello y a buscar ubicación para los escasos veinte minutos de trayecto. Entonces me di cuenta. Estaba en el tren de la muerte. Hacía escasos 9 meses que en trenes como ése y en ese recorrido 198 personas habían perdido la vida en el mayor atentado de la historia de éste país. Me estremecí, pensando en ello, y empecé a observar a la gente que llenaba el vagón. Era a última hora de la tarde y los trabajadores regresaban a las ciudades dormitorio del este de Madrid, Coslada, San Fernando, Alcalá de Henares… Entonces recordé mis viajes en el metro yendo al colegio. Las americanas raídas ahora eran cazadoras de Carrefour, las botas “chirucas”, zapatillas deportivas y las bolsas de deportes, mochilas multicolores. Pieles oscuras o morenas junto a cabellos rubios y ojos azules. Acentos del este de Europa y del norte de África. Caras de cansancio, cabezadas apoyados en una barra, una sonrisa de dientes blancos deslumbrantes. Risas. Silencios.

Lo único que permanecía invariable eran las manos, maltratadas, duras, enrojecidas, de dedos gruesos. Con las manchas distintivas de yeso o grasa.

Treinta y tres años para nada. La máquina insaciable del capital sigue demandando alimento. No le importa el color de la piel, la edad o la procedencia.

Lo único que quiere son manos,……esas manos.

No hay comentarios: